Ni santos ni inocentes

Mientras paseo por un barrio pijo de Madrid, me sobreviene una reflexión muy elemental a raíz de los carteles electorales con la palabra LIBERTAD. Mucha gente de bien sabe que tras la palabra ‘libertad’ está agazapado el concepto de ‘privilegio’. Quienes han ideado la campaña también lo saben y aprovecharon un terrible año de pandemia, con un estado de alarma cargado de restricciones de movilidad, para colocarnos el concepto de ‘libertad’ sin ningún tipo de complejo. Obviando el cinismo que supone que la palabra ‘libertad’ la esté usando un partido que coquetea con el fascismo de forma ya bastante descarada, resulta siniestro imaginar cómo se puede tergiversar el lenguaje hasta el punto de confundir falta de libertad con medidas preventivas que han posibilitado que muchas personas salven su vida. Pero así son las cosas cuando vives entre ricos/pijos.

También es cierto que hay muchas ciudadanas y ciudadanos que no atisban el concepto de ‘privilegio’ tras la palabra ‘libertad’ y que se lanzan a defender la infame campaña con uñas y dientes. Personas que no tienen privilegios, pero que quizás aspiran a tenerlos y empiezan por defender las prebendas de sus amos. Supongo que debe ser muy duro aceptar que no formas parte de la comunidad endogámica de los privilegiados a los que rindes pleitesía, así que cualquier cosa antes que reconocer que con tus 1.000€, 1.5000€ o 2.000€ al mes eres clase trabajadora. Supongo.

La deliberada manipulación del concepto de ‘libertad’ no está muy estudiada, en realidad no son tan listos. No ha sido menester. Ni siquiera ha sido necesario tener un plan de gestión más allá de abrir los bares o hacer construir una nave industrial y decir que es un hospital, pero ya hay mucha literatura sobre esto, y muy buena, así que no voy a extenderme en este punto. La pregunta que me hago cuando paseo por uno de estos barrios en cuyas fachadas ya no caben más banderas con crespones negros es ¿por qué me caen mal los ricos/pijos? ¿Qué tengo en contra de ellos? ¿Son prejuicios? ¿Es porque no tienen problemas de dinero y pueden decidir de un día para otro cuándo van al dentista o si se mudan a otra casa mejor?¿Qué es lo que critico cuando critico a los ricos/pijos?

Pues bien, la respuesta es que no critico sino que denuncio y lo que denuncio es su actitud. Una actitud que no se queda en una conducta estéril sino que da lugar a una forma de vida que, a su vez, constituye una estructura social quebrada desde el origen y que, a día de hoy, roza lo estamental. No hay, por mi parte, una envidia velada sobre el caudal que acumulan los ricos/pijos, sino una denuncia sobre la actitud que se permiten y la forma de conseguir y conservar su oro, que, huelga decir, no es inocente.

La actitud de alguien que ha nacido entre algodones también se hereda, como la fortuna, los cargos y el apellido rimbombante: la prepotencia, la insolencia, la falta de respeto y de empatía ante los que no son de tu ‘clase’ y que roza el trastorno psicopático. Se hereda, se aprende y se enseña. Y de esta manera, la rueda sigue girando siempre a favor de los mismos. Y lo peor de todo es que es una actitud que no solo se prolonga en el tiempo, sino que se propaga en el espacio, llegando a contagiar a personas que, por su naturaleza, deberían estar inmunizadas. Es decir, personas que soportan la desfachatez de los ricos (explotación laboral incluida) pero que, lejos de luchar contra ella o denunciarla, la aplauden y se la apropian para usarla con otras personas que ellos consideran inferiores en la jerarquía social. Aquí entrarían todos esos serviles asalariados que pagan su cuota mensual de sanidad privada, contratan a una mujer que va a limpiar su casa dos veces por semana y llevan a sus hijos al colegio concertado.

Si una se pasea por uno de estos barrios y se toma un café en alguna de sus terrazas, puede llegar a escuchar conversaciones que dan vergüenza ajena a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. También es cierto que no es algo nuevo, el virus del esclavo que defiende al amo mientras le apalea con una vara de olivo viene de lejos. Cómo no ver ciertas conductas de ahora y acordarse de ‘Los santos inocentes’ de Miguel Delibes ¿eh? Me pregunto qué palabra hubieran elegido los señores del cortijo si les hubiera hecho falta hacer campaña política para gobernar. ¿Libertad? Es posible.

Una realidad palpable

Volver a lo salvaje nunca fue tan fácil y tan difícil. Tan fácil en teoría, porque palabrear siempre es fácil y, sobre todo, ahora que todos tenemos la oportunidad de hacerlo en cualquier formato y plataforma. Lo complicado no es transformar una idea en palabra, lo complicado es, por un lado, llegar a esa idea y, por otro, transformar esa palabra en una realidad palpable. Y que funcione, porque realidades que no funcionan ya tenemos unas cuantas.

Aunque no siempre el propósito de la palabra es convertirse en una realidad palpable que funcione, cuando sí lo es, debería dirigirse a ese propósito y ceñirse a él. Un ejemplo de palabras que no se transforman en realidad palpable que funcione, aunque nacieron para tal fin, es la Constitución. Podemos pensar que no es que no funcione, sino que está escrita para que la interprete cada una a su antojo y no podría ser de otra manera si pensamos que se trata de un texto que contentó, en su momento, a varios grupos ideológicos. O eso nos han hecho creer desde hace más de 40 años.

Centrando el tema, nada de diatribas contra la Carta Magna, sin la cual, seguramente, estaríamos mucho peor. El tema que nos ocupa es lo salvaje y el hecho de que hablar de volver a lo salvaje es más fácil que volver a lo salvaje in fact. Pero quizás esto se deba a que esa idea de vuelta a los salvaje no está siendo honesta y coherente con la sociedad que somos ahora y peca por dos extremos: fantasía y dejadez. Si nos preguntamos ¿qué es volver a lo salvaje? posiblemente nos vengan un montón de respuestas a la mente y algunas muy locas. También nos vienen películas y libros. Me viene a la mente Jean-Jaques Rousseau y su teoría del buen salvaje, aunque nos queden muy lejos. Ya sabemos que el señor Jean-Jacques miraba con buenos ojos a tiempos primigenios para buscar explicación (y consuelo) ante la barbarie que imperaba en la sociedad de su época. No es que sus estudios y teorías no sean válidos, hay que leer a Rousseau, pero no nos sirven para contestar a la pregunta ¿qué es volver a lo salvaje? a día de hoy.

Otro Jean, unos cuantos años después, en 2014, narró la historia de una mujer que decide volver a lo salvaje, aunque de forma temporal. Este regreso a la naturaleza tiene como objetivo huir de una etapa tóxica de la vida y, quizás, encontrar un sentido a la existencia cuando éste se diluye en una realidad cotidiana insoportable. La película, protagonizada por la actriz Reese Witherspoon, está basada en la experiencia real de Cheryl Strayed y nos sirve para adentrarnos en lo que significa la vuelta a lo salvaje hoy día. Una huida del pasado y del presente en la que una mujer se enfrenta a un reto físico y mental que carece, sin embargo, de un final épico. Cosa que se agradece. Esta vuelta a lo salvaje podría ser un tipo de vuelta a lo salvaje muy acorde con quienes somos ahora. Nada de volver a las cavernas o a construir casas de adobe, sino solo una toma de contacto que nos haga mirar el mundo desde otros prismas. Al contrario que en la película Into the wild, dirigida por Sean Penn, la protagonista no quiere dejar la sociedad para siempre y vivir en plena naturaleza con lo que ésta le ofrezca. No ha renegado de la civilización y tampoco pretende cambiarla o reflexionar sobre sus vicios. Por eso, quizás, como enseñanza filosófica se queda algo corta, cosa que no le ocurre a la película de Sean Penn que, además, está basada en un hecho real. La historia de Christopher Johnson McCandless no deja indemne a nadie, más allá de que esté rodada con gran acierto y belleza, sin embargo, en este caso sí estamos ante una vuelta a lo salvaje incoherente con lo que somos hoy día.

Menos delirante, sobre todo en su desenlace, es la historia de Ben, el padre viudo que vive con sus seis hijos en un bosque alejado de la civilización. Este ‘Captain Fantastic’, que a veces parece salido de un cómic, nos ofrece una visión de los problemas de ambos mundos y nos arrastra a reflexionar, pero evitando juicios precipitados. Al final de la película, Ben establece un consenso consigo mismo, consciente de que no puede apartar a sus hijos de la civilización y consciente también de que puede educarlos (ya lo ha hecho) de forma diferente. Sería, en este caso, una vuelta a lo salvaje que salvaguarda mucho de lo mejor de ambos mundos, aunque, por supuesto, sin evitar los conflictos.

En definitiva, no podemos volver a lo salvaje tal y como algunos relatos nos dibujan, pues sería delirante, además de frustrante, pero sí podemos transformar toda esa literatura, a veces vacua, en un vínculo nuevo con lo que queda de salvaje en nosotros y fuera de nosotros. Ese vínculo pasaría por respetar la naturaleza como si fuera nuestra propia casa o nuestro coche último modelo. O nuestra descendencia. Favorecer políticas ecológicas, mantener el entorno limpio, adquirir productos de proximidad, generar menos residuos y establecer unos límites a la hora de interactuar con el planeta. Esta sería una extraordinaria y coherente vuelta a lo salvaje, nada delirante y bastante poco épica, pero muy asumible. Una realidad palpable y que funciona, más allá de las palabras.

Recuerdos

Si tú y yo vivimos la misma experiencia, ¿por qué nuestros recuerdos son distintos?

La primera vez que me di cuenta de esto fue en un viaje a Bari, Italia. Si visualizamos Italia como una bota gigante y el tacón de la bota se disfrazara de columna romana, Bari sería el capitel. O quizás el entablamiento. Antes de visitarla, ni siquiera la ubicaba en el mapa y tampoco sabía que era la ciudad de origen de Francesca ni que Robert la había visitado por casualidad. Como yo. Francesca y Robert se conocieron en Iwoa, pero su vínculo con Bari ya existía antes de su primer beso. Bari fue antes que Iwoa. También para mi, porque no vi ‘Los puentes de Madison’ hasta poquito después de conocer Bari, siendo todo pura casualidad.

Buscaba una ciudad que pudiera servirme de lanzadera a Serbia y que, al mismo tiempo, hiciese las veces de campamento base en el que repostar antes de volar a la península balcánica, que era mi destino final. Un viaje tan largo bien merecía una parada para degustar alguna otra ciudad intermedia y mi ignorancia geográfica me llevó a creer que esa ciudad podría ser Bari. 11 horas de avión y dos escalas, además de un artículo sobre Bari, me hicieron reconsiderar mi aventura y eliminé la opción de Serbia, donde viajé, eso sí, al año siguiente. En aquella ocasión, viajé a la capital de la región de Apulia. Al hogar de Francesca sin saberlo (aún).

El viaje lo iba a hacer sola, ya que mi anterior experiencia en Bolonia había sido esplendorosa y no me importaba repetir, pero, al final, viajé con una amiga y es con ella con quien comparto los recuerdos del viaje. En mi caso, son todos deliciosos, tengo que confesar, porque Italia es un poco así. Sin embargo, al volver de Bari y contar nuestras anécdotas entre amigos comunes, me di cuenta de que no solo reseñábamos acontecimientos diferentes, sino, en ocasiones, parece que los hubiéramos vivido de diferente manera.

¿Es curioso, no?

Creo que nuestros recuerdos tienen mucho de nuestra forma de relacionarnos con el mundo, de nuestro carácter y también de nuestro deseo de cómo nos gustaría que fueran esas cosas (¿de cómo nos gustaría que hubieran sido?) Además de todo esto, sabemos que el cerebro construye los recuerdos, que rellena los huecos que vamos olvidando con pasajes imaginarios o prestados. Yo aquí tengo una teoría muy tonta, creo que nos cuesta más recordar lo que comimos ayer que las anécdotas de un viaje de hace tres veranos, porque construimos los recuerdos. No es solo porque el recuerdo de un viaje tenga más peso en la memoria, que a veces hasta recuerdas lo que comiste cada día de tus vacaciones (todo delicioso por descontado), sino porque ese recuerdo lo hemos reconstruido ya muchas veces. Le hemos añadido elementos al compartirlo con otros, al mirar una foto, al sentir un olor… Lo que comimos ayer solas en casa se nos olvida, porque no lo reconstruimos ni es algo a lo que volvamos una y otra vez (como un viaje).

Entreactos

Dijo Félix Estaire: ‘Tengo el pleno convencimiento de que a través de las Artes Escénicas y la Comunicación Audiovisual se pueden articular y generar lugares de reflexión e interrelación que incidan de forma directa en la mejora de las calidades sociales de los seres humanos’. Félix es dramaturgo y director de escena, así que, obviamente tira hacia su negocio. Sin embargo (igual yo también tiro) no le falta razón. Incluso teniendo en cuenta que llevar razón no es lo importante.

¿Qué es lo importante?

Yo que sé.

‘El tiempo todo locura’ fue la última obra de teatro que vi antes de la pandemia. Félix Estaire es quien creó a los tres protagonistas y el mundo loco y amoroso en el que se mueven. Después del estreno, el teatro nos invitó a una paella exquisita que disipó todos mis temores y me hizo quedar fetén con mi compañero de butaca. Siempre temo que quien viene conmigo al teatro se aburra o se enfade porque la obra no cumple sus expectativas, pero, en este caso, la paella eliminó (si las hubo) cualquiera de esas dos posibilidades. Mi compañero de butaca, además, prometía ser la pareja estimulante y serena (no son adjetivos contrarios) que una desea a partir de los 40, pero 14 días después se instauró el estado de alarma.

Todos sabemos que el tiempo no lo cura todo, pero la obra de Estaire no habla de eso (afortunadamente) sino de como volver al pasado (con un método mágico) a cambiar algunas cosas, no soluciona el presente. El tiempo no solo no cura, sino que, a veces, favorece ciertos vicios y empeora las cosas. Otras solo retrasa lo inevitable y, en general, les da el beneplácito de la repetición. Esto de la repetición sí puede mejorar algunas cosas, solo sea por el aprendizaje ensayo-error. Pero no siempre.

No es la primera vez que el teatro me da de comer, literalmente, sucedió, que yo recuerde, en dos ocasiones más. Una de ellas en plena función, unos deliciosos huevos fritos con pisto, y otra después de la función, un marmitako que los actores habían estado cocinando durante la misma. Recuerdo perfectamente las tramas y los actores, pero no quiero aburrir al personal con mi verborrea cultureta. También recuerdo que cuando llegó la pandemia y cerraron los teatros, no sentí ningún dolor. El dolor llegó después. Creo que fue un dolor que se fue macerando durante mi encierro, junto a otros tantos que no asomaron hasta mucho tiempo después. Un dolor que viene de la noche de los tiempos, de mi infancia y que había estado dormido un buen rato. Muy dormido y muy bien todo. Ahora no tiene mucho sentido hablar de esto porque los teatros ya han abierto, aunque sea a medio gas, y ya puede una ir allí a desbocar sus alegrías y sus penas, pero mi tiempo de contarlo es este.

‘El rey Lear’, ‘La ternura’, ‘La función que sale mal’, ‘La perra’, ‘El mal de la piedra’, ‘Iphigenia en Vallecas’ … obras que el tiempo ha desdibujado de mi memoria, pero que, de algún modo, siguen aquí dentro e influyen en mi calidad social, como dice Estaire. Suele ocurrir cuando, además, tienes que escribir sobre ellas. Te empapas de todo ese talento y rabias porque a ti no te ha tocado ni una pizca y solo puedes mirarlo desde la butaca y fantasear con que robas un poco.

2020 ha sido un año sin teatro, o con tan poquito que ha sabido a nada. Claro que hay cosas peores, me hago cargo, ha habido verdaderas tragedias este año que se va. Algunas, incluso, veladas por la gran tragedia que ha supuesto el virus, que quería ocupar el primer puesto, ser el ganador todo el rato. Y, ciertamente, lo ha conseguido. Aunque, por delante de él, está el capitalismo. Ese gana siempre y el tiempo juega a su favor. En ‘Todas hieren y una mata’, la obra de Álvaro Tato y Yayo Cáceres, el tiempo juega consigo mismo y va de atrás hacia delante con una gracia insólita y maravillosa. Sin competir. Yo me permití el lujo de calificarla como la comedia perfecta y creo que es así por esa destreza en el manejo del tiempo (y de los tiempos).

El teatro es un refugio, pero tiene trampa, porque no te protege. Quiero decir, te protege de cierta ignorancia y puerilidad, pero no te protege de los males del mundo ni de ti misma. Al contrario, te enfrenta a eso. Puede ser una trinchera, pero al instante se convierte en campo abierto. No, no siempre una sale almibarada de él. Nunca vuelves sobre tus pasos indemne. La persona que entra a la sala no es la misma que la que sale. Al menos, no lo es durante un tiempo. Ay, el tiempo otra vez. A cada una le duran lo que le duran las cosas. Los dolores, las alegrías, la punzada de los diálogos que acabas de escuchar.

Me gusta ir acompañada al teatro solo por una razón, para ver hasta dónde cala la obra en mi acompañante. Para ver si le ha zarandeado un poco o solo se ha fijado en la escenografía (que, a veces, ciega). Pero yo siempre he sido bastante torpe e ignorante en muchas artes, así que no me entero muy bien de nada y abro la boca como los peces. No soy lista y ya no quiero parecerlo. Ahora puedo decir que me costó disfrutar de la danza contemporánea, que al principio solo veía gente arrastrándose con zapatos de tacón en las manos. Ahora, pasado el tiempo, me atrevo a decir que a veces disfruto de ella y a veces la sufro, como se sufre a los egoístas que te preguntan qué tal te va para, sin dejarte hablar, contarte su vida con exclamaciones.

No tenemos pastillas para volver al pasado, pero parece que tenemos una vacuna que inhabilita el virus protagonista de este año. Ojalá una vacuna para todos esos otros virus que están tan instalados en nuestro día a día.

El tiempo dirá.

Soñando 2021

En 2014 quise abrir un negocio. Aún guardo parte del papeleo que floreció en mi escritorio para tal fin: Modelo Plan de Empresa, Modelo Financiero, el Lienzo Canvas, la documentación de la Cámara de Comercio y del Taller para Mujeres Emprendedoras, el Plan de Viabilidad, papeles y papeles con ideas, títulos de libros sobre emprendimiento, planos de cómo estaría distribuido el local, las diferentes ayudas que ofrecía mi CC.AA., direcciones de locales e inmobiliarias…

Aunque guardo algunos de aquellos papeles, como digo, la mayoría terminaron en el contenedor azul tras unos años dormitando en el fondo del cajón del ‘por si acaso’. No es el primero de mis sueños que perseguí, hubo otros muchos antes y ha habido otros tantos después (perseguir sueños nunca ha sido lo mío), pero sí fue uno de los más sólidos. Por eso, la primera frase de este post no es ‘soñé con abrir un negocio’ sino ‘quise abrir un negocio’, porque realmente era algo que había dejado de soñar para empezar a querer. Cierto es que de adolescente lo soñé, pero también soñaba con tener una granja (en África) y nunca me dio por ganar dinero a espuertas para comprarla. Lo de la granja era pura ensoñación sin barro en las manos, sin horizonte real. Lo del negocio, sin embargo, pasó de ser sueño a algo tangible, al menos durante un tiempo. Como mis estudios de veterinaria, que se convirtieron en algo real, aunque el sueño de trabajar con animales no llegara a materializarse.

Esto me ha hecho pensar en la idea esa tan manida (trasnochada un poco ya) de perseguir los sueños. Los puros, se entiende. Y, me pregunto ¿hay que perseguirlos tal cual o hay que modificarlos para adaptarlos a lo posible? Según mi psicóloga, lo segundo es lo más saludable. Y, además, no solo vale para los sueños, vale un poco para todo. Lo de adaptarse, digo. Pero me pregunto también si adaptarse en demasía (y todo el rato) no conducirá, inevitablemente, a conformarse hasta niveles insoportables, de tal forma que al final sea igual de insano estar adaptándose todo el rato que obsesionarse con un sueño. Esta es una reflexión que tengo que dejar aquí, porque me angustia un poco.

Considero que adaptarse está bien, pero, a veces, el sueño lo modificamos tanto para darle salida que se desvanece. No hay nada del sueño primigenio de tener una granja en África en adoptar una gata, por ejemplo. ¿O sí? Una gata es un felino y si te acercas a ella cuando duerme, metes tu nariz en su panza peluda y cierras los ojos, puedes imaginar que estás tumbada junto a una leona en el porche de tu casita africana. También puedes imaginar que trabajas con animales si tu leona se pone mala del hígado y tienes que lidiar con un tratamiento de pastillas y jarabes durante meses. No te pagan, pero tampoco tienes que aguantar a dueños maleducados que no siguen las indicaciones del veterinario.

También es cierto que la mayor parte de las veces vivimos y ya está, es decir, no somos conscientes de que modificamos los sueños o de que estamos creando un sueño paralelo. Y eso es porque no somos los únicos que les metemos mano. Ahí está la realidad circundante, los ayuntamientos, la inevitable levedad de los seres y la burocracia con la que nos topamos desde que tenemos uso de razón. Todos contribuyen a la modificación de los sueños y también a su desaparición, llegado el caso. De la misma forma que una no consigue las cosas sola, tampoco las deja de conseguir sin ayuda de los demás. Y eso es algo que nunca he visto escrito en ninguna taza de diseño en tonos verdemar.

¿Con el paso del tiempo, la madurez y todo esa mierda, una deja de tener sueños puros? Quiero decir ¿los sueños que tenemos nacen ya modificados, adaptados a lo posible sin necesidad de que venga un camión y los aplaste? ¿Los rumiamos inconscientemente y ya se manifiestan a nuestra conciencia como una pequeña meta en lugar de como el sueño de nuestra vida? Voy a ver si me sale esta receta o voy a ver si logro estar un par de días sin redes sociales o voy a ver si me levanto para correr mañana o voy a ver si le doy más cariño a mi familia. ¿Son esos sueños adaptados a lo posible que hace veinte años se hubieran manifestado en su forma voluptuosa original?

Pues yo creo que sí. Aunque, supongo que, además de la edad y la madurez, influyen otros factores como la personalidad y/o (sobre todo) las circunstancias. Entiendo que todas las personas no han tenido que abandonar grandes sueños por verlos imposibles, porque los han visto cara a cara, y que seguirán pariendo sueños grandes y no las minucias que traigo yo al mundo, por ejemplo. Pero, sinceramente, creo que es una minoría. El 1%. Uy, que me ha venido un recuerdo bonito del 15M. Eso sí que fue un sueño gordo que tuvimos que modificar, eh.

Conste, en cualquier caso, que no hay que perder la esperanza, aunque no paremos de ver gente feliz que cumple sus sueños (o eso dice). O quizás por eso, precisamente. Todos mentimos alguna vez para sobrevivir, por qué no, así que no nos tomemos demasiado en serio. Lo digo, sobre todo, por los gurús de la felicidad. No hace falta estar amargada para odiarlos un poco, pero no solo a ellos, y no pasa nada por odiar o por dejar sueños atrás o por decir que parir es gore y tus hijos unos plastas.

Y además, una granja en África da mucho trabajo.

Escribir

Cuando era pequeña me escondía para escribir. No puedo determinar ahora, pasado el tiempo, si me escondía por miedo, por vergüenza o porque necesitaba la soledad para centrarme en lo que quería contar(me). Supongo que era una mezcla de las tres cosas. El miedo tenía que ver con las regañinas que solían propinarme en casa cuando hacía algo que no correspondía a mi edad o a mi género o a mi clase social o… no sé. Mi madre y mi padre no veían con buenos ojos que me escondiera en general, mucho peor que me escondiera para escribir. Eso era de niñas raras. Esconderse. Escribir. No es que mi madre y mi padre fueran unos ogros que me impedían expresarme a través de la escritura (mi única y mejor manera, entonces, de hacerlo), pero supongo que había ciertos comportamientos que no sabían cómo enfrentar y este mío era uno de ellos. No eran tan jóvenes como para sentirse desbordados con la crianza de dos niñas y un niño, pero supongo que en aquella época y viniendo de donde venían, no podían hacer más.

La vergüenza iba prendida al miedo, claro. De alguna forma no quería avergonzar a mis padres o… no, eso quizás era demasiado peso para una niña de nueve años, eso es lo que pienso ahora, era otra cosa, era otra vergüenza. A lo mejor, vergüenza de hacer aquello que mis padres consideraban «raro» que hiciera, vergüenza porque leyeran lo que escribía, vergüenza por tener que dejar mi cuaderno y mi bolígrafo y enfrentarme al mundo.

Y la soledad, por supuesto. Ya desde niña me gustaba estar sola. Aún me pregunto por qué, aunque, como decía la psicóloga, «te pesan demasiado las preguntas». Sin embargo, sigo creyendo que yo buscaba la soledad por alguna razón de peso. Posiblemente por la misma razón que la busco ahora.

¿Alguna vez os han dicho esa frase de ‘te vas a quedar sola’? Es una frase muy cruel, no la frase en sí misma, sino el pensamiento que encierra y el sentido con el que se dice. Porque quien te lo dice, quiere verte sola. Pero no verte sola bien, sino verte sola mal. Sufriendo. Es cruel. Cuando Belén Gopegui dice que el lenguaje es digital y no analógico, es decir, que la palabra no guarda relación con aquello que nombra, pienso en la frase y en la de veces que me la han dicho. La verdad es que no tantas como pudiera esperarse de alguien que busca la soledad, y que tiene conductas que facilitan llegar a ese estado (a veces, incluso, inconscientes), pero suficientes para acordarme, de vez en cuando de ella. Gopegui también dice que «la escritura consiste en introducir una especie de música» que haga que la palabra guarde una relación con lo que nombra. Esa música podría ser el estilo, un estilo que puede matar al escritor (si es excesivo) o al lector (si es pobre). Esta es una idea también de Gopegui. No perder de vista lo que se está contando siempre fue importante para mi, tanto o más que el estilo, aunque no sé a qué viene esto. Yo, que no soy escritora, pero que quise serlo y me escondía para contar(me) otros mundos, no tengo muy claro ya qué es escribir, pero sí me acuerdo de lo que significó en otro tiempo. Y, sobre todo, de lo que me hacía sentir. De la excitación, pero también de la paz.

Sé la puerta por la que salí de la escritura, la precariedad, pero no paro de preguntarme ¿por qué puerta entré?

LA MUERTE Y LAS BARRIGAS

La barriga de la que voy a hablar, es, en realidad, la penúltima que pasó por mi vida. Al menos, siendo consciente (es que hay barrigas de las que una no es consciente, no me digáis que no). Era una barriga de primera calidad, aunque, al final, resultara un chasco. Pasa también con los melones, aunque suene a tópico. Algunas me dirán que depende de los ojos con los que se mire, que siempre hay, al menos, dos versiones de la misma historia y que, esto es lo que más me gusta, no todos los hombres con los que la historia no cuaja son malos. Jajaja. Que a ciertas edades haya que escuchar ciertos pensamientos manidos, a veces de personas mayores que tú, me da dolorcito de estómago, la verdad, pero, a lo que voy, la barriga. Las barrigas y la muerte. La muerte ¿de quién? No de la barriga, sino de la examiga. ¿Se sigue usando esa palabra? Examiga. Exbarriga. Nada tiene que ver mi examiga y mi penúltima exbarriga, ni siquiera se conocieron (aunque, desde ayer fantaseo con la idea de haberlos presentado. Imagino la escena. incluso, en un bar de Latina. Sin mascarilla, por supuesto, porque el encuentro hubiera sido en la era precovid. Creo que se hubieran llevado bien mal). Puedo decir, sin temor a equivocarme, que me enamoré de mi penúltima exbarriga casi tanto como de la primera (que dio para ríos de tinta y de lágrimas, a pesar de que, años después, se convirtiera en una barriga votante de Ciudadanos. O esa es la pinta que a mi me pareció que tenía).

Mi examiga murió ayer víctima de un tumor cerebral y tras el shock inicial de comprobar que los amigos pueden morir (y los examigos), me acordé de mi exbarriga. Y no hallo relación alguna, a parte de la sensación de pérdida. De pérdida total. De ser consciente de que ya no vas a volver a ver a esa persona. Nunca más. Que todo lo que tienes de ella está en tu cabeza. Y que ya no tienes que darle vueltas a la duda de si quieres volver a verla, escribirla o contestarle a su último mail. Ya no. Tampoco tengo muchos detalles de su muerte, de cuánto tiempo llevaba enferma, de dónde vivía cuando la operaron por primera vez del tumor, de si salía con alguno de esos pijos catalanes que tanto le gustaban, o de si, incluso, se había casado con alguno de ellos. Nuestro único lazo de unión, si es que puede llamarse así, era un amigo de ella bastante gilipollas que, a su vez, era amigo de una amiga. Yo no era (ni soy) amiga de él, ni ganas, pero ayer se convirtió en mi único consuelo. Si hubiera tenido su teléfono, incluso le hubiera llamado para preguntarle por ella. Cómo es la vida, eh. O como es la muerte.

No quiero pensar, aunque me ha dado por ahí, que mi exbarriga también ha muerto. Quiero decir, que ha podido morir y no me he enterado porque no hay ningún amigo gilipollas que sirva de lazo común. No sé, estamos en una pandemia y ha podido morir, o ha podido heredar el cáncer de su madre, yo que sé, o un accidente de coche, o un infarto follando con otra, porque estaba gordo y se ponía muy salvaje. Yo que sé. Ha podido morir y jamás lo sabré. Y me dirán, algunas, pues qué hipócrita, fuiste tú quien le echaste de tu vida. En efecto, lo hice, eché a sus engaños y a su falta de amor verdadero por mi, quizás también eché a su falta de compromiso. Eché lo que no me gustaba, pero a su barriga y a su sentido del humor y a su manera de despertarme a media noche no los eché. Aunque los perdí. Lo perdí todo, porque no se puede elegir de una persona solo lo que te gusta, te tienes que quedar con todo, incluso con el dolor que te provocaba su presencia intermitente.

También eché de mi examiga su egocentrismo, su histrionismo y su falta de empatía ante situaciones injustas. Pero el resto de su persona siguió conmigo. Aunque ya no. ¿No?

Pero, oye, que yo no soy perfecta, eh, yo tengo lo mío. Y si ellos hablaran…

COBARDE

Es 15 de abril. Llevo un mes y un día confinada en casa. En realidad, llevo un mes y un día a salvo en casa. Alejada de un virus que nos ha pillado a todos en paños menores y que está matando a muchas personas. No voy a dejar constancia aquí de cuántos muertos van, no soy periodista de El Mundo, pero sí de cómo estoy llevando yo esta situación y de todo aquello que me llama la atención. Y lo hago porque una amiga me pidió que le enviara un vídeo contándole cómo estoy y cómo llevo el confinamiento y, a pesar de que hacerse un vídeo a una misma me parece una experiencia horrible, me sirvió para verbalizarlo y concentrarme en algunos pensamientos que, a lo mejor, estaba dejando pasar. No obstante, escribo sin demasiada inspiración, sin demasiadas ganas e intoxicada por la sobre información y la sobre exposición de las que somos partícipes en estos tiempos. Aunque, sobra decir que ninguno de estos dos vicios son causa de la pandemia. Los arrastramos de antes.

Como le dije a mi amiga en el vídeo, llevo bastante bien el confinamiento, aunque me sabe mal decirlo. Hay tantas personas quejándose de esta supuesta “falta de libertad”, algunas con muchas razones y otras con ninguna, que expresar abiertamente que lo llevas bien está peor visto que votar a VOX. Sin embargo, así es: lo llevo bien a pesar de que no soy una persona casera. Me encanta estar en la calle, salir, pasear, descubrir nuevos rincones de mi ciudad, perderme por las calles, sentarme en las terrazas (a quién no), en fin, zascandilear sin rumbo. A pesar de eso, estar en casa un mes sin salir nada más que una vez a la semana a comprar, no se me está haciendo nada pesado. ¿Por qué? Supongo que por varias razones.

En primer lugar, creo que he asimilado desde el principio que esto es un cese temporal de la vida y eso me gusta, porque me permite descansar de algo que ya me tiene muy exhausta: la incertidumbre y la precariedad laboral, el estrés, las masificaciones, la falta de civismo, los gritos, la contaminación… Por otro lado, vislumbro con bastante nitidez que el drama no está en mi casa ni en mi experiencia, sino en los hospitales, en las residencias de ancianos, en los hogares donde hay violencia y pobreza… Tragedias anónimas que se suceden día tras día y que no me permiten, siquiera, avistar mi confinamiento como una molestia.

Yo siempre he tenido bajones emocionales y días malos. Insomnio, ansiedad, episodios de mucha tristeza y, la verdad, este confinamiento no ha intensificado mis neuras. Creo que incluso las ha pacificado. Lo que más me preocupa de lo que está pasando no tiene tanto que ver conmigo, sino con todas las personas que están muriendo, solas y asustadas, a causa del Covid-19. Sobre todo, personas mayores. Eso es lo más terrible y lo que me hace sentir una insondable desolación compartida. Lo único que quizás ha cambiado desde que estoy confinada, es que ahora me machaca menos mi principal preocupación y la incertidumbre que rige mi vida. O quizás la evito y por eso disfruto tanto de la soledad y la tranquilidad de mi pequeña casa y de mi gata. Porque sé que cuando esto termine y vuelva lo que todos llaman “normalidad”, mi estrés y mi angustia por encontrar mi lugar en el mundo regresarán.

Un argumento de cobardes, sin duda.

LA OTRA

Sin ánimo de desacreditar las bondades de la insatisfacción básica, herramienta muy útil para la vida e indispensable para la supervivencia, quisiera concederle un espacio de reflexión a la otra insatisfacción. A la que no tiene tanto que ver con la idea de no poder conseguir cosas materiales o, incluso, personales, ni con esa suerte de vacío que se ha inventado el capitalismo. Un vacío, por otra parte, que le ha empoderado (ahora que está de moda la palabra), para machacarnos después (ahora, ya) vendiéndonos lo inimaginable para llenarlo. Tiene que ver, más bien, esta otra insatisfacción de la que hablo, con elevar la insatisfacción básica al cuadrado, al cubo, a la cuarta… es decir, multiplicar su función. Hablando, por ejemplo, en términos de alimentación, la insatisfacción básica buscaría calmar el hambre y la otra buscaría calmar el hambre y nutrir el organismo (e incluso, mejorar la salud).

Particularmente, cuando tengo hambre y voy a comer, siempre intento elegir un alimento que no solo me sacie, sino que también me nutra y mejore mi salud (o que, al menos, no la empeore). Aunque, a ojos vista, puede parecer muy estresante, no lo es en absoluto. Pensar que además de saciar mi estómago voy a nutrir mi organismo y voy a contribuir a mi salud física (y, posiblemente, mental), me tranquiliza mucho más que comer algo sin pensar. Comer sin mirar el plato. Comprar cualquier cosa. Engullir mientras veo la tv.

Si voy a preparar yo lo que tengo que comer, procuro informarme antes de cómo cocinar los ingredientes para que no pierdan propiedades, para que aumenten sus beneficios, o, simplemente, para que mi organismo los digiera mejor. El tipo de ingrediente, el tiempo de cocción, las diferentes combinaciones… Pero no solo eso, también busco que esté delicioso. ¿Jodido, verdad?

Llegados a este punto, estaría bien hacer referencia a algo que todo el mundo sabe, pero que no siempre recuerda: que muchos productos perniciosos para la salud (letales, incluso) están deliciosos porque así ha sido educado nuestro paladar. En este sentido, lo que a mi ahora me parece delicioso, no me parecía delicioso hace unos años. Y viceversa. Y esto ¿por qué? Porque el paladar se educa como se educan la mente y el cuerpo (el paladar, podríamos decir que es cuerpo). Como se educan, incluso, los deseos, que también están mediados (porque los deseos ni son ni nos hacen tan libres como creemos, pero esa es otra historia).

Del mismo modo que podemos ir a ver una obra de teatro y, simplemente, pasar un buen rato, podemos ir a ver una obra de teatro y, además de pasar un buen rato, hacernos un favor a nosotras mismas e ir un poquito más allá. Igual que cuando leemos un libro o vemos una película o vamos a un concierto. La cultura, en general, se ha usado por gran parte de la sociedad como producto de entretenimiento o de lujo (entendido este lujo, también, como instrumento de exclusión social). Se ha ‘usado’ como ‘producto’. ¿Suena siniestro o solo me lo parece a mi? Igual ha ocurrido con la alimentación, que se ha puesto de moda en los últimos años de la forma más obscena. Es decir, que todas las niñas y los niños quieran ser cocineras y cocineros no es algo bueno, seamos serios.

Hace tiempo, dejé de invitar a alguien al teatro porque me dijo “venga, te acompaño y así me entretengo”. Lo mismo me ocurrió con el cine y con otras actividades que suponen un trabajo y un esfuerzo (normalmente ingente) por parte de creadores, artistas o gestores culturales. No quiero a nadie en la butaca de al lado que esté allí por pasar el rato. Lo siento. Bueno, no lo siento. Del mismo modo que nunca llevo comida comprada a casa de alguien que me invita a cenar (llegado el caso, llevo comida cocinada por mi o no llevo nada) y del mismo modo que no ofrezco pizza congelada a nadie en mi casa, tampoco voy al teatro a pasar el rato.

Algunos dirán que lo importante son las personas y estar con quien quieres y hacerlos felices. Que da igual si comes pizza congelada o si ves la función de teatro solo para pasar el rato. Sí, claro, las personas son importantes y por eso hacemos las excepciones que hacemos. Otra cosa es convertirlo en una costumbre y hacer hábito una insatisfacción más propia de amebas que de humanos.

A lo mejor parece que no, pero ya sé que las personas son más importantes que las cosas y que no importa lo que se coma si es en buena compañía ni dónde si es con quien quieres estar. Pero, precisamente por eso, porque las personas son importantes, es importante multiplicar la insatisfacción, o, mejor dicho, multiplicar la satisfacción. Diría ‘multiplicar las ganancias’, pero parece un mantra neo-liberal y suena algo sucio. Lo que quiero decir es que si te importan las personas con las que vas a cenar, querrás que estén alimentadas y querrás que vean una exposición con algo de criterio y conocimiento, ya que esto implica una fertilidad futura. Pero querrás todo esto, también, porque detrás de todas esas obras artísticas hay personas cuyo trabajo debe valorarse como trabajo, no solo como divertimento. Porque si usamos la cultura solo como divertimento o distracción (satisfacción básica), para matar el tiempo (horrible expresión), aunque son funciones muy respetables y necesarias para el desarrollo humano, corremos el riesgo de no entender que los que trabajan en la cultura, trabajan. Creeremos que solo se divierten y, por extensión, creeremos que su trabajo es de segunda, circunstancial o prescindible. Y no lo es.

No digo que, en ocasiones, no podamos tirar de nuestra insatisfacción más básica y llevar guacamole del Mercadona a casa de una amiga, o que no podamos ver una peli sin mensaje y sin reflexionar después sobre ella, pero coserlo a nuestra costumbre convierte nuestra satisfacción en algo infinitamente estéril y nuestra vida en algo aburrido y apocalíptico.

(La ilustración es de la neoyorkina Rose Wong)

NOT ALL WOMEN

Yo también lo fui, o quizás lo dije más de lo que lo fui, porque pensaba, por aquella época, que acostarse con hombres significaba ser su amiga y, sobre todo, que acostarse con muchos hombres significaba ser muy amiga y mucho amiga. Supongo que también pensaba que ser amiga del jefe me permitiría compartir algunos de sus privilegios, además de que me mantendría alejada del rol que la sociedad me quería imponer por ser mujer. Todo falso.

Decir que me llevaba mejor con los hombres me convertía en una mujer con dos cabezas: en una puta y en una mala feminista. En una puta para los demás y en una mala feminista para mi, aunque, por entonces, yo solo era consciente de lo de puta y lo llevaba con orgullo, algo con lo que ahora flipo un poco también, pero en fin. Cuando digo «mala feminista» lo digo sin ironía (y con un poquito de acritud), porque llevarse mejor con los hombres, en esta sociedad en la que los hombres nos sobrepasan en privilegios, solo significa una cosa: que la conciencia feminista aún la tenemos en pañales.

En realidad, ese tipo de amistad es una trampa. Una se cree empoderada con ese rollo de ser como ellos y evitar el «coñazo» de las mujeres, o creerse por encima de ellas, de esas cursis, de esas locas, de esas que ponen a parir a sus parejas, pero, en realidad, no eres más que una bámbola del sistema patriarcal. Una pieza más. Con los años te das cuenta de que, claro que no tienes por qué tener nada que ver con la mayoría de las mujeres, pero eso no te exime de ser feminista y reivindicar un mundo igualitario. Tampoco tienes nada que ver con la mayoría de los hombres de los que te crees amiga y sin embargo ahí estás, creyéndote uno de ellos. Y eso significa despreciar a las mujeres de una u otra forma y seguir contribuyendo al peligroso mensaje de la competitividad entre mujeres. Es como el obrero de derechas o el negro de VOX, que, más que contradicciones son inflamaciones cósmicas.

Todo esto no significa que una mujer no pueda ser amiga de un millón de hombres, de hecho, una mujer debería poder sera amiga de un millón de hombres y de quien le diera la real gana, pero siendo consciente del absurdo de la frase «Me llevo mejor con los hombres que con las mujeres» y siendo consciente también de que se trata de una amistad basada en la imitación.

No normalicemos lo que no es normal, venga.