Dijo Félix Estaire: ‘Tengo el pleno convencimiento de que a través de las Artes Escénicas y la Comunicación Audiovisual se pueden articular y generar lugares de reflexión e interrelación que incidan de forma directa en la mejora de las calidades sociales de los seres humanos’. Félix es dramaturgo y director de escena, así que, obviamente tira hacia su negocio. Sin embargo (igual yo también tiro) no le falta razón. Incluso teniendo en cuenta que llevar razón no es lo importante.
¿Qué es lo importante?
Yo que sé.
‘El tiempo todo locura’ fue la última obra de teatro que vi antes de la pandemia. Félix Estaire es quien creó a los tres protagonistas y el mundo loco y amoroso en el que se mueven. Después del estreno, el teatro nos invitó a una paella exquisita que disipó todos mis temores y me hizo quedar fetén con mi compañero de butaca. Siempre temo que quien viene conmigo al teatro se aburra o se enfade porque la obra no cumple sus expectativas, pero, en este caso, la paella eliminó (si las hubo) cualquiera de esas dos posibilidades. Mi compañero de butaca, además, prometía ser la pareja estimulante y serena (no son adjetivos contrarios) que una desea a partir de los 40, pero 14 días después se instauró el estado de alarma.
Todos sabemos que el tiempo no lo cura todo, pero la obra de Estaire no habla de eso (afortunadamente) sino de como volver al pasado (con un método mágico) a cambiar algunas cosas, no soluciona el presente. El tiempo no solo no cura, sino que, a veces, favorece ciertos vicios y empeora las cosas. Otras solo retrasa lo inevitable y, en general, les da el beneplácito de la repetición. Esto de la repetición sí puede mejorar algunas cosas, solo sea por el aprendizaje ensayo-error. Pero no siempre.
No es la primera vez que el teatro me da de comer, literalmente, sucedió, que yo recuerde, en dos ocasiones más. Una de ellas en plena función, unos deliciosos huevos fritos con pisto, y otra después de la función, un marmitako que los actores habían estado cocinando durante la misma. Recuerdo perfectamente las tramas y los actores, pero no quiero aburrir al personal con mi verborrea cultureta. También recuerdo que cuando llegó la pandemia y cerraron los teatros, no sentí ningún dolor. El dolor llegó después. Creo que fue un dolor que se fue macerando durante mi encierro, junto a otros tantos que no asomaron hasta mucho tiempo después. Un dolor que viene de la noche de los tiempos, de mi infancia y que había estado dormido un buen rato. Muy dormido y muy bien todo. Ahora no tiene mucho sentido hablar de esto porque los teatros ya han abierto, aunque sea a medio gas, y ya puede una ir allí a desbocar sus alegrías y sus penas, pero mi tiempo de contarlo es este.
‘El rey Lear’, ‘La ternura’, ‘La función que sale mal’, ‘La perra’, ‘El mal de la piedra’, ‘Iphigenia en Vallecas’ … obras que el tiempo ha desdibujado de mi memoria, pero que, de algún modo, siguen aquí dentro e influyen en mi calidad social, como dice Estaire. Suele ocurrir cuando, además, tienes que escribir sobre ellas. Te empapas de todo ese talento y rabias porque a ti no te ha tocado ni una pizca y solo puedes mirarlo desde la butaca y fantasear con que robas un poco.
2020 ha sido un año sin teatro, o con tan poquito que ha sabido a nada. Claro que hay cosas peores, me hago cargo, ha habido verdaderas tragedias este año que se va. Algunas, incluso, veladas por la gran tragedia que ha supuesto el virus, que quería ocupar el primer puesto, ser el ganador todo el rato. Y, ciertamente, lo ha conseguido. Aunque, por delante de él, está el capitalismo. Ese gana siempre y el tiempo juega a su favor. En ‘Todas hieren y una mata’, la obra de Álvaro Tato y Yayo Cáceres, el tiempo juega consigo mismo y va de atrás hacia delante con una gracia insólita y maravillosa. Sin competir. Yo me permití el lujo de calificarla como la comedia perfecta y creo que es así por esa destreza en el manejo del tiempo (y de los tiempos).
El teatro es un refugio, pero tiene trampa, porque no te protege. Quiero decir, te protege de cierta ignorancia y puerilidad, pero no te protege de los males del mundo ni de ti misma. Al contrario, te enfrenta a eso. Puede ser una trinchera, pero al instante se convierte en campo abierto. No, no siempre una sale almibarada de él. Nunca vuelves sobre tus pasos indemne. La persona que entra a la sala no es la misma que la que sale. Al menos, no lo es durante un tiempo. Ay, el tiempo otra vez. A cada una le duran lo que le duran las cosas. Los dolores, las alegrías, la punzada de los diálogos que acabas de escuchar.
Me gusta ir acompañada al teatro solo por una razón, para ver hasta dónde cala la obra en mi acompañante. Para ver si le ha zarandeado un poco o solo se ha fijado en la escenografía (que, a veces, ciega). Pero yo siempre he sido bastante torpe e ignorante en muchas artes, así que no me entero muy bien de nada y abro la boca como los peces. No soy lista y ya no quiero parecerlo. Ahora puedo decir que me costó disfrutar de la danza contemporánea, que al principio solo veía gente arrastrándose con zapatos de tacón en las manos. Ahora, pasado el tiempo, me atrevo a decir que a veces disfruto de ella y a veces la sufro, como se sufre a los egoístas que te preguntan qué tal te va para, sin dejarte hablar, contarte su vida con exclamaciones.
No tenemos pastillas para volver al pasado, pero parece que tenemos una vacuna que inhabilita el virus protagonista de este año. Ojalá una vacuna para todos esos otros virus que están tan instalados en nuestro día a día.
El tiempo dirá.