Sin ánimo de desacreditar las bondades de la insatisfacción básica, herramienta muy útil para la vida e indispensable para la supervivencia, quisiera concederle un espacio de reflexión a la otra insatisfacción. A la que no tiene tanto que ver con la idea de no poder conseguir cosas materiales o, incluso, personales, ni con esa suerte de vacío que se ha inventado el capitalismo. Un vacío, por otra parte, que le ha empoderado (ahora que está de moda la palabra), para machacarnos después (ahora, ya) vendiéndonos lo inimaginable para llenarlo. Tiene que ver, más bien, esta otra insatisfacción de la que hablo, con elevar la insatisfacción básica al cuadrado, al cubo, a la cuarta… es decir, multiplicar su función. Hablando, por ejemplo, en términos de alimentación, la insatisfacción básica buscaría calmar el hambre y la otra buscaría calmar el hambre y nutrir el organismo (e incluso, mejorar la salud).
Particularmente, cuando tengo hambre y voy a comer, siempre intento elegir un alimento que no solo me sacie, sino que también me nutra y mejore mi salud (o que, al menos, no la empeore). Aunque, a ojos vista, puede parecer muy estresante, no lo es en absoluto. Pensar que además de saciar mi estómago voy a nutrir mi organismo y voy a contribuir a mi salud física (y, posiblemente, mental), me tranquiliza mucho más que comer algo sin pensar. Comer sin mirar el plato. Comprar cualquier cosa. Engullir mientras veo la tv.
Si voy a preparar yo lo que tengo que comer, procuro informarme antes de cómo cocinar los ingredientes para que no pierdan propiedades, para que aumenten sus beneficios, o, simplemente, para que mi organismo los digiera mejor. El tipo de ingrediente, el tiempo de cocción, las diferentes combinaciones… Pero no solo eso, también busco que esté delicioso. ¿Jodido, verdad?
Llegados a este punto, estaría bien hacer referencia a algo que todo el mundo sabe, pero que no siempre recuerda: que muchos productos perniciosos para la salud (letales, incluso) están deliciosos porque así ha sido educado nuestro paladar. En este sentido, lo que a mi ahora me parece delicioso, no me parecía delicioso hace unos años. Y viceversa. Y esto ¿por qué? Porque el paladar se educa como se educan la mente y el cuerpo (el paladar, podríamos decir que es cuerpo). Como se educan, incluso, los deseos, que también están mediados (porque los deseos ni son ni nos hacen tan libres como creemos, pero esa es otra historia).
Del mismo modo que podemos ir a ver una obra de teatro y, simplemente, pasar un buen rato, podemos ir a ver una obra de teatro y, además de pasar un buen rato, hacernos un favor a nosotras mismas e ir un poquito más allá. Igual que cuando leemos un libro o vemos una película o vamos a un concierto. La cultura, en general, se ha usado por gran parte de la sociedad como producto de entretenimiento o de lujo (entendido este lujo, también, como instrumento de exclusión social). Se ha ‘usado’ como ‘producto’. ¿Suena siniestro o solo me lo parece a mi? Igual ha ocurrido con la alimentación, que se ha puesto de moda en los últimos años de la forma más obscena. Es decir, que todas las niñas y los niños quieran ser cocineras y cocineros no es algo bueno, seamos serios.
Hace tiempo, dejé de invitar a alguien al teatro porque me dijo “venga, te acompaño y así me entretengo”. Lo mismo me ocurrió con el cine y con otras actividades que suponen un trabajo y un esfuerzo (normalmente ingente) por parte de creadores, artistas o gestores culturales. No quiero a nadie en la butaca de al lado que esté allí por pasar el rato. Lo siento. Bueno, no lo siento. Del mismo modo que nunca llevo comida comprada a casa de alguien que me invita a cenar (llegado el caso, llevo comida cocinada por mi o no llevo nada) y del mismo modo que no ofrezco pizza congelada a nadie en mi casa, tampoco voy al teatro a pasar el rato.
Algunos dirán que lo importante son las personas y estar con quien quieres y hacerlos felices. Que da igual si comes pizza congelada o si ves la función de teatro solo para pasar el rato. Sí, claro, las personas son importantes y por eso hacemos las excepciones que hacemos. Otra cosa es convertirlo en una costumbre y hacer hábito una insatisfacción más propia de amebas que de humanos.
A lo mejor parece que no, pero ya sé que las personas son más importantes que las cosas y que no importa lo que se coma si es en buena compañía ni dónde si es con quien quieres estar. Pero, precisamente por eso, porque las personas son importantes, es importante multiplicar la insatisfacción, o, mejor dicho, multiplicar la satisfacción. Diría ‘multiplicar las ganancias’, pero parece un mantra neo-liberal y suena algo sucio. Lo que quiero decir es que si te importan las personas con las que vas a cenar, querrás que estén alimentadas y querrás que vean una exposición con algo de criterio y conocimiento, ya que esto implica una fertilidad futura. Pero querrás todo esto, también, porque detrás de todas esas obras artísticas hay personas cuyo trabajo debe valorarse como trabajo, no solo como divertimento. Porque si usamos la cultura solo como divertimento o distracción (satisfacción básica), para matar el tiempo (horrible expresión), aunque son funciones muy respetables y necesarias para el desarrollo humano, corremos el riesgo de no entender que los que trabajan en la cultura, trabajan. Creeremos que solo se divierten y, por extensión, creeremos que su trabajo es de segunda, circunstancial o prescindible. Y no lo es.
No digo que, en ocasiones, no podamos tirar de nuestra insatisfacción más básica y llevar guacamole del Mercadona a casa de una amiga, o que no podamos ver una peli sin mensaje y sin reflexionar después sobre ella, pero coserlo a nuestra costumbre convierte nuestra satisfacción en algo infinitamente estéril y nuestra vida en algo aburrido y apocalíptico.
(La ilustración es de la neoyorkina Rose Wong)