Y si en lugar de acostumbrarme a las miradas, los piropos y las intimidaciones, hubiese ganado tiempo entrenándome para soltar dos hostias a quien me mirara, me piropeara o me intimidara. Mi vida hubiera sido diferente, también mi percepción de mi misma y ahora gozaría de una fortaleza que la diosa sabe dónde quedó enterrada, sin germinar siquiera.
Y si en lugar de esperar a que un tipo me llamara o quisiera iniciar algo bonito conmigo, hubiera ido en busca de mis sueños yo sola, tomando trenes, sorteando desniveles, escalando montañas, cruzando desiertos y parando a repostar (a vivir) en aquellos lugares donde se me diera mi sitio. Solo en aquellos.
Y si en lugar de pensar que no era lo suficiente para éste o para el otro, que no era lo suficientemente inteligente, o lo suficientemente guapa, o lo suficientemente divertida, hubiera estudiado mucho, muchísimo el temperamento de la naturaleza, la vida de los animales, el movimiento de los planetas, la aritmética de la música, el mecanismo del cerebro de los primates y todas aquellas maravillas que ahora se me escapan y añoro como si alguna vez hubiera existido la posibilidad de formar parte de ellas.
Y si en lugar de pensar que no era capaz de hacer ésto o lo otro, y creer a los que confirmaban esa idea malsana con sus palabras o su forma de mirarme, hubiera echado a correr entre los edificios que me cerraban sus puertas y ventanas, hasta llegar a ese lugar inhóspito, lejos del humo negro de la ciudad, en el que mis piernas ya hubieran estado preparadas, fuertes, para pisar la condescendencia desaprensiva.
Y si en lugar de dar la razón a los que no creyeron en mi, hubiera creído en mi.
Alice Munro es un ama de casa que aprendió a escribir en sus ratos libres y nunca lo dejó. Ni siquiera cuando se convirtió en la Chéjov canadiense. Ni siquiera cuando ganó el Premio Nobel de Literatura. Algunos de sus libros se han publicado hace pocos años, a pesar de llevar escritos mucho tiempo, y su fama mundial es relativamente temprana. Sin embargo, es escritora desde niña. Solo hay que leer sus cuentos.
Cuando lees a Munro, cualquiera de sus pasajes te parece que merece ser recitado, subrayado, compartido al mundo entero. Quieres salir al balcón y gritar cada frase, porque todo lo que escribe es maravilloso, preciso y precioso. Todo lo que escribe tiene alma. Realidad. Los personajes de sus cuentos son tiernos, aunque manejan un costumbrismo hiriente, a veces violento y sus mujeres, ay, sus mujeres, las mujeres de sus cuentos aspiran a una independencia que suele llevarlas a la soledad y el descrédito. Son inteligentes y capaces, son divertidas, llevan pantalones y fuman. Caminan fuera del texto.
A veces, Alice se sentía desalentada, seguramente porque nadie la alentó, pero nunca se rindió y siguió escribiendo. Cuando estaba en el instituto, en Ontario, una profesora le dijo: «No puedes ir por ahí creyéndote mejor que el resto solo porque puedes aprender poemas de memoria. ¿Quién te crees que eres». El pasado marzo se publicó un libro de cuentos inédito titulado “Quién te crees que eres”.
Alice cree en ella y quiere que sus cuentos conmuevan. Y eso es precisamente lo que hacen sus cuentos. Conmover.
La vida de las mujeres
«Mi amor no se esfumó del todo al cambiar la estación. Mis fantasías continuaron, pero se inspiraban en el pasado. No tenían nada nuevo de que nutrirse. Y la nueva estación trajo consigo un cambio. Me parecía que el invierno, y no la primavera, era la estación del amor. En invierno, el mundo habitable era mucho más angosto: fuera de ese pequeño espacio cerrado en el que vivíamos podían aflorar esperanzas fantásticas. La primavera, en cambio, dejaba al descubierto la vulgar geografía del lugar: las largas carreteras marrones, las viejas aceras desquebrajadas, las ramas de los árboles partidas durante las tormentas de invierno que había que retirar de los patios. La primavera revelaba las distancias tal como eran».
Alice Munro.